viernes, 6 de octubre de 2017

Los padres echan humo


Aspirar a ser progenitores excelentes lleva a la frustración y la culpa. 

El buen padre o madre tiene autoridad, pero resulta cariñoso y dialogante. Es abnegado y dedica a sus hijos tiempo de calidad, si bien cultiva aficiones como la lectura o el deporte, porque educa con el ejemplo. Jamás pierde el control y logra que los niños sean corteses, aplicados y virtuosos sin levantar la voz ni, por supuesto, dar un cachete. En resumen, en los hogares donde los progenitores son perfectos, los hijos también lo son. Y la convivencia va siempre como la seda. Solo hay un pequeño, minúsculo problema: los padres perfectos no existen. «Debemos ser los mejores padres posibles: los que nuestros hijos necesitan», advierte la psicóloga Silvia Álava.

¿Significa eso que podemos relajarnos y dejar que el mundo se encargue de hacer de nuestros retoños personas de provecho? Claro que no. El filósofo y maestro Gregorio Luri acaba de publicar su último libro, ‘Elogio de las familias sensatamente imperfectas’ (ed. Ariel). «Los niños tienen derecho a tener unos padres imperfectos, a ser frustrados y a conocer los adverbios de negación», o sea, a que les digan ‘no’ cuando haga falta y sin complejos.

Él lo expone con ironía. «Para ser una familia perfecta, ayudaría mucho tener el segundo hijo antes que el primero», asegura. También sería conveniente que los niños nacieran «con más sentido común que energía», tener todo el tiempo del mundo para dedicarles y poder programar los estados de ánimo, de modo que, al llegar de la escuela, nos encontrasen relajados, abiertos y ocurrentes. Mientras eso no sea posible hay que asumir la realidad: antes de tener descendencia, nadie tiene la más remota idea de qué hacer. Dado que la perfección es inalcanzable, conformémonos con lo que está justo debajo: la imperfección sensata.

Álava también aborda el asunto en su libro ‘Queremos que crezcan felices’ (ed. JDEJ). «Hay que tener mucho cuidado con las metas que nos proponemos, porque a veces son imposibles. A menudo proyectamos en los hijos nuestras frustraciones, y pretendemos que estudien un instrumento o practiquen un deporte que a nosotros nos gusta, pero a ellos, no».

La presión sobre los progenitores es mu grande. «Educar nunca ha sido fácil», admite el experto, quien asegura que «una tablilla sumeria escrita hace 3.700 años recoge una discusión entre un padre y un hijo en torno a los deberes escolares». Lo que es nuevo, añade, «es la cantidad de expertos que se dirigen hoy a las familias diciéndoles cómo tienen que hacer las cosas». Una búsqueda somera de manuales para ser buenos padres basta para hacerse una idea. Los hay a cientos. Internet multiplica por mil ese bombardeo de información.  Y sus consejos, supuestamente infalibles, son a menudo contradictorios. Los padres nadan en un mar de dudas. ¿Leche materna o biberón? ¿Colecho o cuna? Las actividades extraescolares, ¿son enriquecedoras o estresantes? ¿Cuántas raciones de verdura necesita un chaval para crecer sano? Con los adolescentes, ¿funciona mejor la mano dura que la negociación?

Tenemos menos hijos, más tarde, y el mundo es más competitivo. Educar no es un concurso, pero a menudo lo parece: las familias tienden a compararse con otras, como si hubiera premio para las que críen los mejores ejemplares. El consumismo hace el resto. La presión del grupo hace sentir mal a quien no compra el móvil, el juego o la ropa que ‘todo el mundo tiene’. Y quizás acierta quien va a contracorriente. Porque lo que necesitan los niños no es de marca: es el amor de su familia.

Hiperpadres y ‘colegas’

Cuanto mayor es la aspiración a la excelencia, más probabilidades de cometer errores. En algunas ocasiones, los progenitores que pretenden ser extraordinarios resultan sofocantes: son los ‘hiperpadres’, siempre encima de sus vástagos, protegiéndoles de todo problema, obstáculo y frustración. «Hay que preparar a tu hijo para el camino, no el camino para tu hijo».

Otros, en su intento de huir de su propia infancia, abandonan el rol paterno y fingen ser ‘colegas’ de sus hijos. «Los niños tendrán muchos amigos, pero solo un padre y una madre. Hay que acompañarles para que aprendan a resolver las cosas por sí mismos».

Y es conveniente no flagelarse por los errores cometidos. «Los padres de antes hacían lo que creían que tenían que hacer y pasaban página. Los de ahora llevan dentro un Pepito Grillo», asegura Luri. Les horroriza la idea de hacerlo mal. Si imponen disciplina, se machacan por ser demasiado autoritarios. Si dialogan, temen haberse pasado de indolentes.

Con las mujeres es aún peor. Ciertos medios de comunicación proponen un modelo de madre imposible, que es capaz de cumplir sus obligaciones laborales, cocinar deliciosas recetas caseras, mantener la casa en perfecto estado de revista, ser un cálido refugio para su prole, atesorar la sabiduría de un doctor en Pedagogía y, además, parecer una modelo. «Tenemos una imagen arraigada culturalmente de lo que es ser madre que no es real y nos hace sentir culpa y frustración –afirma Laura Baena, fundadora del Club de las Malasmadres, una comunidad virtual con cientos de miles de seguidoras–. El club nació con mucho humor, de reírnos de nuestros intentos fallidos por ser esa madre perfecta, y con una lucha social: la conciliación».

El problema, coinciden Luri y Baena, es que las féminas han salido al mercado laboral, pero la mayoría de los hombres no ha entrado en casa. No lo suficiente. Muchas renuncian a su carrera profesional por la maternidad; en ellos es raro. «Mamá no sabe hacer croquetas, pero de noche me lleva a la Luna», reza una camiseta diseñada por el club. Las ‘malasmadres’ reniegan de ‘superwoman’. «Somos madres reales: con mucho sueño, poco tiempo libre, alergia a la ñoñería y ganas de cambiar el mundo. Somos las mejores madres que podemos ser».

El filósofo reivindica el humor y el sentido común. «Me parece esencial bajarse los humos, reírse de las propias incapacidades. Ese padre que se toma tan en serio, que se castiga dándose cabezazos contra la realidad, me parece muy dramático. El irónico dice: ‘He metido la pata, a ver qué aprendo de esto’». «La familia es un ámbito cargado afectivamente, muy intenso. Podemos herirnos de una manera cruel; nadie sabe cómo hundir a una persona mejor que su hermano. Por eso hay problemas de convivencia. La persona sensata no es la que no tiene problemas, sino la que es capaz de afrontarlos sin demasiadas gesticulaciones, sin gritos, con una cierta confianza en sí mismo».

Luri, que ya es abuelo, admite que no habría podido escribir este libro cuando tenía en casa un par de adolescentes: «Habría sido hipócrita, porque entonces tenía más preguntas que respuestas». Reconoce haber cometido errores de bulto, fallos «sonrojantes». «Si lo que has hecho mal no parece que haya dejado heridas y lo que has hecho bien permite mantener los lazos... es para estar contento», concluye. «Ser una familia normal e imperfecta es un chollo: hacerse adulto es aprender a querer a alguien que merece ser querido a pesar de sus imperfecciones».
(Fuente: Ines Gallastegui.- "El Norte de Castilla"

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